(Discerniendo una Vocación– Parte 11)
Cada comunidad
religiosa posee un carisma único. Es
el don del Espíritu Santo, dado a y por el fundador, que hace de la comunidad
algo especial y diferente, le da su identidad específica y señala una manera
única de seguir a Jesús y vivir el Evangelio.
Hay familias espirituales distintas de religiosos que demuestran
distintos carismas, características y espiritualidades. Por ejemplo hay la familia monástica
benedictina de San Benito y Santa Scolástica que destaca “oración y trabajo,”
la liturgia y separación del mundo. Hay
la familia dominicana de Santo Domingo, Santo Tomás de Aquino y Santa Catalina
de Siena que subraya el estudio y la contemplación y la predicación de “la
Verdad.” Hay la familia jesuita de San
Ignacio de Loyola que obra para “el mayor honor y gloria de Dios” y destaca la
obediencia absoluta. Hay la familia
carmelita de San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila y Santa Teresita de
Lisieux que se dedica a la oración contemplativa y la austeridad. Hay la familia de caridad de San Vicente de
Paúl y Santa Teresa de Calcutta que sirve y descubre la presencia especial de
Jesús entre los más pobres. Hay la
familia de maestros escolares de San Juan Don Bosco, Santa Ángela Merici, de
los Hermanos Maristas y Cristianos y otros que se dedica a la educación y
formación cristiana de jóvenes. Y por
fin, hay la familia franciscana de San Francisco y Santa Clara que se esfuerza
vivir el Evangelio sencillamente en pobreza, humildad, fraternidad y
menoridad. Si uno está discerniendo una
llamada a la vida religiosa, vale la pena examinar su corazón para hacer más
claro hacia exactamente qué tipo de vida se siente atraído: activa o
contemplativa; a qué tipo de apostolado; a qué estilo de vida; a qué tipo de
espiritualidad. Con estas preguntas así
un joven puede comprobar y comparar la llamada que el Señor ha puesto en su
corazón con la vida de comunidades
religiosas.
El proceso de
discernimiento es un proceso de descubrirme a mí mismo, a mi identidad
verdadera, a quien soy yo en Cristo, a quien soy llamado a ser. Se puede ver este proceso en la vida del
Apóstol Simón en el evangelio. En el
momento dramático en lo cual pudo, por una revelación especial del Padre, decir
que Jesús era “el Mesías, el Hijo de Dios vivo,” en este mismo momento Jesús
pudo revelar a Simón su nueva y verdadera identidad y su vocación mediante un
nombre nuevo: “Pedro,” la piedra sobre la cual Jesús edificaría su Iglesia (Mt
16, 13-20). Lo mismo con San Pablo. Cuando encontró a Jesús, en aquella visión deslumbrante,
encontró a sí mismo, y se llamó por otro nombre: “Pablo,” apóstol a los
gentiles, maestro de las naciones (véase Hech 9, 1-19. 22, 1-21. 26, 4-18; Gál
1, 15-16). Es un proceso de quitarnos
del “hombre viejo” y ponernos el “hombre nuevo” en Cristo (Efe 4, 22-24; Col 3,
9-10).
P. Heraldo José Brock, C.F.R.